En el momento en el que sean leídas estas palabras, quedará menos de una semana para las elecciones autonómicas más excepcionales e imprevisibles que se hayan realizado jamás. Serán los días finales de una larga campaña electoral que empezó hace mucho más tiempo que el establecido oficialmente, claramente marcada por los diferentes posicionamientos y comportamientos de los partidos que se presentan.
Si se pudiera reducir a un máximo común divisor sus propuestas,
dichos partidos se podrían ordenar en torno a dos ejes principales. Por
un lado, los que reclaman una independencia justificada más por los
sentimientos que por la racionalidad, y que por lo tanto deja de ser
posible y viable: basta ver las consecuencias económicas, sociales y
legales que ha tenido su intento de aplicación para comprender que, si
bien se podían llegar a justificar como sentimiento e identidad, carecen
de cualquier posibilidad de aplicación o desarrollo en la sociedad
actual.
Por el otro lado, tendríamos otros partidos que han basado su campaña
electoral en la mera contraposición al planteamiento ideológico de los
anteriores, pero incapaces de hallar una salida que permita resolver
esta dicotomía. Ambas opciones, a su vez, comparten el peligro de un
inmenso daño colateral ya que solo podrían llevarse a cabo dando lugar a
unos vencedores por encima de otros perdedores, que seguirían siendo
ciudadanos de Catalunya.